lunes, octubre 19, 2009
Fondoblanco: "an endless novel which will drive everybody mad"
Tal vez es cierto que la opera prima de Alejandro Arciniegas, Fondoblanco, carece de trama, de estructura, de tensión narrativa, de personajes definidos. Pero también es cierto que esta carencia responde a que la temática abordada, la experiencia de la droga, exige nuevas formas narrativas para reproducir un discurso que excede las formas del pensamiento y el lenguaje.
No es extraño que a causa de las riesgosas decisiones narrativas tomadas por el autor, Fondoblanco haya aparecido causando controversia, desatando reacciones airadas de críticos habituados a reseñar productos literarios que se rigen bajo las leyes de la demanda editorial; así como provocando encendidos elogios de lectores contagiados por la estela de humo ácido que destila la obra. Aquí a la manera en que prudentemente Ginsberg anunció la obra de Burroughs en su poema Aullido, se intuye que Fondoblanco "será una novela sin fin que pondrá a todo el mundo loco".
Como el artista que propone una estética de vanguardia para dar cuenta de una experiencia más allá del lenguaje, Arciniegas invita al lector a seguir en un ritmo vertiginoso la traza dejada por la droga en una atmósfera aparentemente ajena a su campo de influencia como sucede en el caso de Opio en las nubes, de Rafael Chaparro y en Que viva la música, de Andrés Caicedo. Lo que el autor muestra precisamente, es la cercanía entre la dinámica del consumo del bazuco a los procesos de producción en las sociedades contemporáneas.
Los ecos de la obra de William Burroughs no dejan de resonar en esta obra que cuenta con un prefacio que hace manifiestas las redes por donde circula el deseo del adicto -a la manera en que lo hace el mismo Burroughs en la introducción de Naked Lunch.
EL BAZUQUERO
prefacio a Fondoblanco, por Alejandro Arciniegas Alzate
I´m half the man i used to be
Scott Weiland
Hay una tendencia a considerar la bazuca como el caso aparte de las drogas, la otra droga. El consumo de marihuana, alcohol y cocaína, se asocia con la rumba fácilmente y, hasta cierto punto, se comprende que se pueda recurrir a esas sustancias como a "juguetes" de viernes por la noche, travesuras, solamente; pero el bazuco, no, ese sí que no, ¡eso es para indigentes! Es verdad que media alguna diferencia entre las drogas duras y un alucinógeno tan pobre como la marihuana; pero si damos por sentado que la drogadicción es una enfermedad, que avanza progresivamente, habrá que convenir también en que la distinción entre uno y otro fármaco es la misma que podemos atender entre los síntomas causados, por ejemplo, por la fiebre; en donde vale tanto decir que preferimos los temblores de la fiebre que los 39° de temperatura que provoca, es inútil, sería estúpido. En otro sentido no decimos que fumar marihuana sea mejor que fumar bazuco (aunque desde un punto de vista clínico es cierto), ya que ningún adicto comenzó por el bazuco (aunque sea la “base”); tuvo que agotar primero los efectos de la hierba, el licor, los hongos, las anfetas, lo que sea. La variedad en materia de venenos solo contribuye a organizar mejor el desarrollo de esa enfermedad que manifiesta en cada una de sus fases —coherentemente— el mismo impulso destructivo en el sujeto. Diferencia de matices no jerárquicos.
Los fumadores de bazuco coinciden a la hora de afirmar que nunca se sintieron más villanos hasta el día en que no ensayaron con la pipa —sobre todo la pipa—. La marihuana, el trago, la cocaína, etc., puede y no puede; pero la base precipita al drogadicto en combustión acelerada, le trae el deterioro a la memoria, es el caso prototípico de la sujeción, el sujeto en rigor. Digamos que otros fármacos son la gente del montón y el bazuco es toda una personalidad. En su relación con drogas del montón el drogadicto aporta siempre la cuota decisiva que es su fórmula siquiátrica; aun en esos casos de alcoholismo muy extremo en los que el hombre bate puertas a los golpes y no hay cerca ninguno que no sufra parejo los niveles de violencia a los que arrima en su delirio, podemos comprobar de todas formas que se trata de un trayecto de ida y vuelta entre su fondo emocional, y la superficie manifiesta de sus actos: versión de autoconocimiento dolorosa, pero efectiva: el alcohólico descubre su caos interior en los destrozos de su hogar al día siguiente: el mismo espectro irónico que no anda lejos de ningún recurso al sicotropo; las drogas del montón suscriben la manía del sujeto. Todos conocemos el testimonio de individuos que bebieron porque el vodka estimulaba una verbosidad sin precedentes, que ensanchó su comunicación afectiva, mejoró sus relaciones sociales, etc. En últimas, el trago desinhibe al hombre y lo delata. El bazuco le programa su propia destrucción. Demasiado corrosivo, no engaña a los usuarios acerca de los daños que les corren por encima, son palmarios. Qué distinto de esos vareteros, periqueros que se enteran por boca del vecino que eso pudre y no las creen ¿En serio? ¿Pero si Freud dijo? ¿Y los incas? También fueron drogadictos. Podemos estar seguros de que un porcentaje alto —y no cualquier güevonadita— de lo grandioso en arte se lo debemos a la drogadicción. Pero el bazuco es el mal; se propone como dispositivo de la alteridad en lo más íntimo del hombre y animando lo peor dentro de sí, desarregla los platillos para dar vida a un tipo más malo que Caín; forastero en el cuerpo mismo.
El bazuquero no guarda ilusiones sobre sí, no cree en patas de conejo y no trae al mundo talismanes; se contenta con soplar encerrado en una pieza sin ventanas a prender junto con otros la candela y eso es todo; esperar que llegue el día de ajustar por fin las cuentas. Una sospecha de calamidad lo cerca a cada instante. Si a alguien hay que castigar al final de este matute, es a él, a él que se fugó del curso regular de los trabajos y los hombres, enemigo número uno de lo público, enemigo de una alarma a las seis de la mañana, enemigo de decir que estás contento cuando estás más bien desconsolado ¡Alegrémonos de no conocerlo! Conoceríamos también su carcajada por encima de nosotros. Ya podemos echarle una bendición cuando asistimos a su encuentro por la calle, no hay caso: el mal nos lo ha hechizado. Habría que ser muy soso para no avisar siquiera de lejitos los enormes atractivos que comporta la rutina de ese callejero; después que se ha fumado los corotos de su casa, las chapas de los baños, las tejas de Eternit y los ahorros de su hermano, por fin se fuma la conciencia que le queda: último nexo que lo empata con los hombres vulgares, muy preocupados por qué dirá la posteridad de sus aportes, temerarios a los quince, temerosos ya a los treinta y resignados después de los cuarenta.
Imagínese un cerebro desembarazado ya de "esa chicharra del escrúpulo", como la llamó Andrés Caicedo en una de sus cartas. Quien ha corrido la suerte de perder la conciencia, ese lo sabe. No se trata de que pueda o no cambiar sus viejos pensamientos por otros más nobles. Tiene que revolucionar la máquina misma que produce los conceptos. El individuo que ha virado su personalidad hacia "el me importa un culo" derivado del empleo a fondo de los fármacos, un buen día se sorprende cavilando si pecar o no pecar y eso lo asquea: quien tuvo la audacia de ir tan lejos se descubre igual de inconsistente al colegial que no reuniera en sí el coraje suficiente para besar a alguna chica. Como el bazuco ya ha disuelto el bloque de su ética escolar, como ya aflojó su nudo de complejos, no puede menos que seguir adelante y afirmarse en el error. No es un problema de maneras de pensar, la conciencia lo esclaviza y el bazuquero se reconoce mejor cuando ha obrado muy mal; se determina a sí mismo en su derrota, en su fracaso.
El registro que combina, la estética que lo rodea —porque el feísmo también es una forma depredadora del gusto— plantean un sentimiento exacto de lo plástico, entendido como lo permanente; de algo que podríamos llamar poética del arrastramiento. En nuestras ciudades el lujo es relativo, solo es estable la miseria; el confort depende mucho del progreso y de los hombres; el día que se apoltronen cederá su puesto a la miseria, al caos primitivo. Tomemos por caso las ollas: El Cartucho, La Ele y Cinco Huecos ¿Qué no se trama ahí a nuestras espaldas mientras caminamos por el barrio con la serenidad de los turistas? Los únicos muros que aguantarán este quebranto serán de carne y hueso. Y de pronto, como en uno de esos relatos de asesinos excelentes, alguien quedará con vida para contar a otros la hazaña de estos pillos; sabrá qué significa ir tentando las paredes de regreso a ningún lado y arrastrarse —crónicamente— por el suelo. Degenerar no es sino eso: apresurar la curva descendente que a todos nos espera; comprometer una porción de años por vivir intensamente; emprender un movimiento retrógrado que no conduce a ninguna a parte, que nos lleva despeñados hasta el fondo de la huesa.
Suscribiendo las ideas de Baudrillard sobre esa nueva fuente de energía que es su propio gasto —remoción de fuerzas que la inercia perpetúa—, podemos formularle nuestro ejemplo drogadicto: los pedalistas que se infartan continúan pedaleando, el ritmo neoyorquino después de un día cualquiera vuelve y juega; también el bazuquero sin reparo a su derroche multiplica su energía en los rincones. En las ollas todo puede reciclarse, debe reciclarse. Los cartoneros fisgan en los botes, escogen y depuran entre la complejidad de la basura el material aprovechable; acumulan mil desechos que introducen en los ciclos productivos de papel, cuyo reporte es invertido en elaboración de drogas y su distribución a escala urbana; el verdadero negocio. Si usted consigue cocaína en Bogotá, lo más seguro que proceda en línea recta de El Cartucho. El kilo de aluminio se cobra a mil quinientos pesos; la recolección de vidrio se reserva a los menores de dieciocho que los limpian por montones en La Aurora y se les paga el kilo a treinta pesos, treinta pesos. Sobras de comida pueden obtenerse en combos de quinientos; con las páginas amarillas de los directorios que nosotros ya no usamos empacan puños de boronas que se venden a cien pesos el envuelto; es un pueblo que se nutre de sus restos, aun al hueso de cadáver se lo raspa en ocasiones para dar el gramo de bazuco en las taquillas, nada raro, que en la olla todo se trasciende; la dosis corriente se espolvorea en una cama de ceniza y se la prende; una vez el bazuquero ha completado su periplo, toma un filo y frota minucioso las paredes de la pipa —se dice terapiarla— extrayendo una cosa negra como tierra, conocida con el nombre de cochorno. Nada despreciable, este cochorno se divide en dos o tres partes; se devuelven a la pipa en lugar de la ceniza y se le añade el contenido de una bicha, de un solo pipazo que se llama taquillero. Resumamos: la olla, el recicle, la ceniza, las bichas, el cochorno, la terapia; todo lo que toca a este consumo es de un rastrero subido. La misma base es lo que sobra después de procesar la cocaína, lo que queda en la retorta. Que en el circuito no se deje perder ni la ceniza —figura retórica del muerto— es un hecho que permite adivinar las poderosas seducciones del bazuco: una forma de vida que precia hasta lo ínfimo; porciones de ceniza se consiguen por cien pesos y a ese que las vende se lo apoda Cenicienta ¿No es hermoso? Un lugar donde cincuenta pesos a las doce de la noche suman algo, es un sitio donde muchos se podrían amañar. Cuando ya pensábamos que no iba a levantarse, un oficial pasa y lo remueve con la suela, se incorpora y vertical sobre el andén, el bazuquero la reemprende.
En su experiencia cumple más vigilias que los santos, semejante combustible no conoce vacaciones, la adicción no tiene días de domingo; al final de su jornada queda la sinapsis toda chamuscada, esos nervios igualitos a las guayas de una bicicleta; pero en el mundo en que se cobran pólizas por nada y se asegura la vida, el capital, la casa, el carro y los incendios, es una dicha contar con vagos que lo arriesguen todo. El bazuco es un deporte extremo, la calle lo es. Cuando ya se haya fumado el último centavo —y siempre se lo fuma, y nunca es suficiente— se dirá de él que está amurado, viene entonces el borrón, las réplicas del temblor; esa paranoia que organiza alrededor un sitio de película, rayos láser que lo apuntan desde el cielo, proyecciones de ese vengador anónimo que llegará para cobrárselas; y es que el bazuquero es un malvado, pero aquello que amenaza los peligros en él no es más que egocentrismo, porque no sabe que en el fondo todo el mundo lo respeta.
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