domingo, julio 01, 2007

Pedagogía y cultura.


Dentro de la pedagogía actual el proceso de adquirir conocimiento es un acto personal de interacción entre lo que el individuo sabe y lo que quiere saber. Aquí se supone que el individuo siempre usa lo que sabe para integrar lo que se desconoce, de modo que si la persona no puede relacionar lo nuevo con algo que ya conoce no le es posible concretar el aprendizaje. Dado que la pedagogía en la actualidad se confunde con la reflexión sobre los modelos pedagógicos legados por la modernidad y busca construir a partir de ellos un modelo que incorpore las nuevas experiencias y el saber producido por las nuevas actividades humanas en la cultura moderna; todo nuevo saber debe responder a la demanda de la cultura, de otro modo lo nuevo no encuentra reciprocidad en el saber individual. La pedagogía vista de este modo reduce el proceso de aprendizaje a los saberes alcanzados por la cultura, ya que el aprendizaje se limita a incorporar lo nuevo a la lógica de los conocimientos adquiridos limitando el aprendizaje.

La pedagogía que aquí se propone busca ser más que una reflexión sobre los modelos pedagógicos implícitos en la cultura. La pedagogía debe ser como en otro tiempo, sencillamente, el arte de educar; más que reflexionar sobre los modelos educativos la pedagogía debe apuntar a enseñar a las personas a construir modelos educativos acorde a su experiencia. Convertir los conocimientos en experiencia, o hacer de las experiencias un conocimiento singular, no ha sido un problema de primer orden para la pedagogía actual, pues en los modelos pedagógicos heredados están implícitos los conocimientos adquiridos en la cultura y el aprendizaje se ha concentrado principalmente en el proceso de recibir información acerca de fenómenos, hechos, teorías o pensamientos del pasado. El conocimiento, entendido como acción de presenciar en la mente efectos o ideas acerca de una cosa, rara vez se concreta, dado que la experiencia del mundo se ha reducido al encuentro entre maestro-alumno y la socialización de un saber establecido en las aulas de clase.

La educación ha sido entendida dentro de nuestra cultura como un conducir al individuo hacía el saber, se ha puesto el saber como fin del conocimiento y del aprendizaje. Aristóteles definió al hombre y a la mujer como poseedores de una facultad de aprender, decía que el saber es un deseo natural y argumentaba que el placer que causa a nuestros sentidos conocer es una prueba de ello. Sin embargo, antes de Aristóteles hubo sabios que se exigían a sí mismos controlar este deseo natural en aras de un ideal de vida. Su postura se fundamentaba principalmente en que querían vivir enseguida lo que habían aprendido. Nuestro ideal de educación exalta el deseo natural de saber pero el estado de nuestra actual cultura: la acumulación de saber histórico, la incapacidad de los saberes heredados para dar respuesta a problemas existenciales de primer orden (¿Cómo y para qué vivir? ¿Quién soy? ¿Qué quiero y para qué? ¿Qué conocimiento responde a mis deseos?), muestra que tanto el instinto desatado de conocimiento como el odio al saber nos han quitado la capacidad de crear la realidad. En otras palabras se puede decir que el peso de nuestra cultura no permite que experimentemos el conocer, ni sinteticemos nuevos saberes.

Si bien, la educación convencionalmente está relacionada con la concepción de formar, la formación a la que han aspirado los educadores modernos no permite que el saber llegue a ningún efecto sobre la vida y la acción. Esto sucede porque el saber histórico que es cualidad de nuestra cultura ha renunciado a la posibilidad de formar personalidades. La educación se ha concentrado en ayudar al hombre y la mujer a asimilar los presupuestos históricos sobre los que descansa nuestra cultura, en estimular el instinto de conocimiento, a que recorra el camino ya recorrido por la razón en el tiempo. La educación es para los educadores modernos un proceso de integración personal a la cultura que promete la realización individual en la misma. Sin embargo este proceso obliga al individuo a postergar esta realización constantemente pues debe ir reconociendo los presupuestos que tiene cada nuevo conocimiento que alcanza. Para llegar al saber, esto es, a vivir lo conocido, debe primero recorrer el camino que precede a dicha experiencia y hacer así legítima su forma de vida. Nada debilita más la personalidad como este proceso, pues toda acción está sometida al reconocimiento de la cultura. El proceso integrador a la cultura que proponen nuestros educadores promete lograr la objetividad del mundo por vía del conocimiento. La promesa de la educación es la libertad, entendida como dominio del mundo por medio de la ciencia y la técnica. La libertad es aquí entendida como autonomía del sujeto frente al mundo, es decir, no impulsa a tener una experiencia del mundo sino a abstraer un saber sobre el mundo que permita hacer de éste algo previsible. Se podría llegar a pensar que toda la información que se tiene del mundo, nos daría un amplio margen de acción para vivir la experiencia, pero lo que sucede en nuestra cultura es que la información que se ha acumulado pesa sobre toda acción. La acción está medida por conocimientos ya comprobados, por la probabilidad y la lógica del éxito-fracaso. Para la mayoría es mejor tomar el camino seguro de las experiencias comprobadas que experimentar directamente el influjo del mundo y sacar sus propias conclusiones.

Lo que aquí se propone es que debe ser una prioridad de la pedagogía darle unidad la personalidad. La personalidad es aquí entendida como coherencia entre pensamiento y acción, como voluntad que lleva a alcanzar los más singulares anhelos, como expresión de los actos creadores. La personalidad con que la cultura dota al individuo por medio de la enseñanza no responde al objetivo de la pedagogía aquí propuesta, pues está no es otra cosa que una proyección que le sirve para anticiparse al futuro. La construcción de la personalidad es para la pedagogía actual la confirmación de la humanidad de los hombres y las mujeres por medio de los ajustes de los propios deseos a un proyecto trazado y alcanzado de antemano por algunos. El individuo se adapta a dicha personalidad que encarna los ideales de humanidad y la proyecta a su propio entorno. Su trabajo es transformar su entorno mediante la herramienta de la cultura, ajustándola a la imagen que está ha construido de la humanidad. Aquí todo proyecto de vida debe integrarse al proyecto de la cultura para alcanzar algún día la libertad y felicidad anheladas.

La tranquilidad de la convención ha sido la recompensa que la pedagogía actual nos ha procurado. Esta recompensa es sin embargo un imperativo para todos. La educación está hoy día constituyendo una clase social que se refugia en nuestros centros de enseñanza a tratar asuntos ajenos a la vida, a solucionar problemas prácticos mediante el dominio de una técnica y la objetivación de la existencia. La educación se ha convertido en el privilegio de aquellos que manejen las convenciones impuestas por los doctos quienes se han levantado como una comunidad hablante a la cual se accede pagando el ingreso a nuestros centros de educación. Las universidades de han convertido en centros de iniciación a problemas ya resueltos, a la reproducción de puntos de vista ya aceptados y sobre todo en la posibilidad de participar en el proyecto de humanidad de la cultura.

En gran medida somos testigos del fracaso del proyecto de la humanidad en la cultura. Lo que se llama hoy hombre o mujer no es sino una gastada copia de la impronta de los grandes individuos. La convención es lo que nos caracteriza como individuos, esto es, la vulgaridad. La visión que hoy tenemos de nosotros mismos está mas cerca del imperativo que de nuestros verdaderos deseos. El cultivo de sí mismo es visto como una frivolidad, el cuestionamiento de la postura que adoptamos frente al mundo, de los paradigmas que nos rigen, como locura. Posiblemente pasaremos como la época más insustancial de la humanidad para los hombres y las mujeres del futuro que revisen la historia desde la perspectiva de la vida.

La pedagogía que se propone busca cambiar los paradigmas que rigen nuestra cultura, busca vencer el miedo a romper la convención. Para esto reconoce a los hombres y a las mujeres como sujetos de formación. Esto implica un acercamiento a las condiciones que nos han rodeado en cuanto hemos sido sujetos de aprendizaje. Implica salir de la perspectiva de la cultura, del ideal de humanidad impuesto y volver a la perspectiva de sujeto de aprendizaje. La pedagogía busca llevar al sujeto de aprendizaje a la emoción y al sentimiento que llevaron a la razón a fijar las ideas que han determinado la personalidad. En este sentido se dice que la pedagogía se convierte en parte de la historia de vida.

Reconocer al sujeto de aprendizaje y a los educadores como sujetos de formación y no como portadores de un saber humanista-cultural, implica una vuelta del objeto de conocimiento, aquí el individuo se preocupa menos del conocimiento del mundo que del conocimiento de sí mismo. El fin al que se aspira es la educación, educación ya no como aprendizaje de un conjunto de convenciones y paradigmas, sino como el aprender a relacionar la emoción, el sentimiento con el pensamiento y la acción, esto es, como la construcción de la personalidad.

La mayor dificultad con la que nos encontramos es la incapacidad de nuestros educadores para conducir al sujeto de aprendizaje en el camino hacía sí mismo. En este punto se hace relevante pensar en quienes son los verdaderos maestros. ¿Maestro es aquel que enseña una técnica o un saber? ¿Una figura a la que se ha certificado para transmitir el saber de la cultura? ¿Aquél autorizado para instruir, para impartir tareas y premiar o castigar a quien no cumpla con ellas? O aquel que nos acerca a nosotros mismos. Los verdaderos educadores y formadores, decía Nietzsche con razón, son los que nos muestran el genuino sentido originario y la materia básica de nuestro ser, son aquellos que nos rebelan lo que no es susceptible de ser educado ni formado. Sin embargo “aquello” que nos es propio y no susceptible de ser educado, es de difícil acceso, algo oculto, algo que los educadores modernos se empeñan en que ocultemos. En este sentido los pedagogos no son otra cosa que liberadores y la educación es liberación. Por ello, la mejor educación es la que nos vuelve al punto donde empezamos a ser sujetos de aprendizaje, donde la cultura empezó a formarnos. Los maestros en oposición a los educadores modernos son los guías en este camino.

La relevancia de un maestro, lo que lo diferencia de un educador moderno, está en función directa de su capacidad para ofrecer un ejemplo. Pero el ejemplo debe ser dado mediante la vida visible, no sólo a través de palabras o escritos sino mediante gestos, con el rostro, con la actitud, con su vestimenta, mediante los alimentos que consume. El maestro dibuja con lo mencionado su personalidad. El educador moderno es por el contrario gris, neutro en cuanto al saber adquirido, incapaz de jerarquizar, de darle prioridad a lo que realmente constituye su ser. Su interés es adherirse a la convención, ganar respetabilidad y administrar cuidadosamente sus conocimientos en los alumnos pues ve en ellos una competencia futura, valora más el esfuerzo que los resultados, y muestra más interés por la mayoría obediente que por las inquietudes particulares.

Retomando lo anterior decimos que la educación debe ser un proceso por el cual el maestro lleva a su discípulo a que descubra el sentido originario y la materia básica de su ser. Esto puede sonar algo abstracto pero es sencillo. A la materia básica o sentido originario del ser nos referimos a ello por medio de las emociones. En la emoción, en nuestras pasiones se encuentra nuestra esencia. La emoción es lo que nos comunica con el mundo. Primariamente el objeto corresponde a la emoción. La representación de esta emoción es el sentimiento o la sensación, y las sensaciones se hacen ideas en nuestro cerebro. Llevar al discípulo a su esencia es conectar sus ideas a las emociones. La educación moderna niega las emociones, le da preeminencia al saber ya aceptado antes que enfrentarse a lo desconocido. El conocimiento hace conocido lo desconocido y por lo general el hombre y la mujer moderna se encuentran más aferrados a lo conocido que a lo desconocido. Afrontar lo desconocido obliga a la creación a revaluar los conocimientos, a actualizar la esencia. Al experimentar la emoción nos vemos obligados a hacer nuevas representaciones, a crear nuevas relaciones sinápticas en nuestro cerebro, a crear ideas.

La creación esta limitada por la cultura, pero la pedagogía propone ampliar sin temor el espacio de la creación. Sin embargo este debe ser “un lento y moderado desarreglo de nuestros sentidos” pues la voluntad del hombre y la mujer modernos esta aletargada. Es más fácil seguir el deber que el querer. El deber es en alguna medida un trabajo de todos mientras que el querer implica no sólo un trabajo individual sino enfrentarse a los otros. La voluntad, entendida por la facultad de realizar nuestros deseos, la energía de hacer conocido lo desconocido, nos lleva a los actos creadores. El fin de la pedagogía no puede ser sino este: llevar al hombre y a la mujer al encuentro con su propia voluntad, construir una nueva cultura.

Este proceso pedagógico implica un desprendimiento de los conocimientos adquiridos sin experiencia y sin vivencia, un avanzar hacia atrás para abrir una perspectiva más amplia de la existencia. Implica una autodisciplina entendida como la elaboración de un método. La disciplina tiene que dejar de ser imposición para convertirse en un método. El método es susceptible de ser enseñado, el papel del maestro cobra importancia en este aspecto. El maestro debe procurar las herramientas que más le convengan al discípulo para que encuentre su esencia, esto lo hace mediante el ejemplo, manteniendo una coherencia entre su pensamiento y su expresión.