domingo, noviembre 11, 2007

DON DELILLO

EL MOTEL





El silencio nunca es completo, ¿verdad? La electricidad estática de la habitación. Los matices y murmullos inherentes. Y la mujer en la cama. Su respiración acompasada. Él no sabe con total certeza si está dormida. La verdad es que nunca la ha visto dormir. Sospecha que tiene el sueño ligero. Hay algo en ella, un aspecto más de su determinación de sacar adelante sus planes, de hacerse utilizar, que hace pensar en una fuerte resistencia a la exuberancia que entraña el sueño profundo. A él le resulta difícil imaginarla en el trance de alcanzar las honduras del sueño, esa culminación de sangre caliente, de adormecimiento final, el punto en el que el sueño pasa a ser la pulsión vital del subconsciente, como la marea, un estado más allá de los sueños propiamente dichos. Ver a una mujer en esa fase del sueño, palpitante, obviamente en contacto directo con los misterios, nunca dejará de preocuparle un poco. En tales situaciones parece encarnarse una modalidad de la totalidad, una inmanencia, una verdad unitaria, a la altura de todo lo cual no están sus sentimientos.
Está descalzo y se ha quitado la camisa, que reposa sobre el respaldo de una silla. Lleva los pantalones con el cinturón desabrochado. La habitación está a oscuras. Se pregunta por la tendencia, tan propia de los moteles, de volver las cosas hacia el interior. Son una invención peculiar, poderosamente abstracta. Parecen ser la idea de algo, estar aún a la espera de hallar plena expresión en una forma concreta. Le entran ganas de preguntar si no hay algo más. ¿Qué hay detrás? Ha de ser el viajero, el automovilista, el que se detiene, quien da cuerpo a ese concepto. Una interioridad en espiral, cada vez más profunda. Racionalidad, análisis, comprensión de uno mismo. Dedica un instante a imaginar que este inmenso sistema de habitaciones casi idénticas, repartido por el mundo entero, se ha creado así para que las personas dispongan de un lugar donde asustarse con cierta regularidad. Las cáscaras de nuestras variadas búsquedas. Algún lugar donde asumir nuestros temores. Suelta una ^risa corta, un resoplido nasal.
Sonará el teléfono y se le indicará que vaya a un determinado lugar. Se le darán instrucciones detalladas. El número es conocido. Ya se ha comunicado antes. Se han dado ciertas garantías. Sólo es cuestión de tiempo. Volverá a impacientarse, desde luego. Tomará la resolución de irse. Pero esta vez sonará el teléfono y la misma voz de antes le dará instrucciones de naturaleza más detallada.
Emite el sonido «m», lo prolonga, le añade un asomo de vibrato al final. Vuelve a reírse. Raya el alba al parecer, mero atisbo, tal vez pura imaginación. No le apetece en especial que se haga de día. Emite el mismo sonido sin mover los labios, sin expresión.

Lo vemos de pie junto a la cama. La mujer le ha hecho tres visitas a lo largo de los dos días pasados desde que ocupa la habitación. Ahora está tumbada boca abajo, con un brazo sobre la almohada, el otro al costado. Aunque él siempre ha conocido cuáles son los límites de la mujer, los arenales invariables de su ser, se pregunta si su propia existencia es acaso más íntegra que la de ella. Quizás eso equivalga en cierto modo a una apreciación. Que el entrelazamiento de los cuerpos deba arrojar una medida de estima le sorprende, se le antoja pura incongruencia en este caso. Se fija en la palidez de la mujer. Un brillo aterciopelado a lo largo de la base de la columna vertebral. Ella sabe cosas. No está insensibilizada hasta la médula. Por ejemplo, ella sabe cómo es el alma de él.
(En ese momento, con su juguete de plástico blanco puesto, ese momento anómalo, sardónico, que a punto está de frisar en la crueldad, un opúsculo de brutal revelación, ella le hace saber que era un instrumento, que ella misma era el juguete, mera apariencia. Vibr-ad-or. Dicho como soñoliento murmullo infantil. Sólo se rozaron en calidad de colaboradores, de soñadores en un mar de satisfacción incolora.)
La complicidad de ella posibilita que él se quede. Le mira las concavidades de las nalgas. La oscura hendidura. El anillo de carne allí enterrado. Lo vemos caminar hasta la mesa, donde toma el mapa que lleva adjunto un callejero. Se lo lleva a la silla, en la cual se estira.
La idea consiste en organizar esa vacuidad. En el índice del callejero ve Briarfield, Hillsview, Woodhaven, Oíd Mili, Riverhead, Manor Road, Shady Oaks, Lake-side, Highbrook, Sunnydale, Grove Park, Knollwood, Glencrest, Seacliff y Greenvale. Todos estos nombres le resultan un maravilloso descanso, sin asomo de tensión. Son una letanía litúrgica, un conjunto de consolaciones morales. Un universo estructurado sobre tales coordenadas tendría el mérito de la sustancia y la familiaridad. Se nota algo mareado, parpadea deprisa, deja que el mapa se deslice hasta el suelo.
Al cabo de un rato se quita los pantalones. Con cuidado de no molestar a la mujer, con la cual no está ahora preparado para intercambiar ni palabras ni miradas, se acomoda en la cama. Apoya toda la región superior del cuerpo sobre un codo y se reclina de costado, de cara al teléfono. El instinto le dice que no tardará en sonar. Decide organizarse la espera. Eso le ayudará a poner las cosas en orden sistemático, o al menos le prestará la ilusión de un orden sistemático. Para eso, lo mejor son los números. Decide contar hasta cien. Si no suena el teléfono cuando llegue a cien, su instinto le habrá engañado, el orden se habrá resquebrajado, su espera quedará abierta a magnitudes de un espacio gris. Recogerá r sus cosas, se irá. Cien es el margen máximo de su consentimiento pasivo.
Cuando nada sucede, reduce la cuenta a cincuenta. Cuando llegue a cincuenta se levantará, se vestirá, recogerá sus cosas y se irá. Cuenta hasta cincuenta. Cuando nada sucede, reduce la cuenta a veinticinco.
Un destello de luz al borde de la ventana. Minutos, centímetros después, la luz del sol inunda la habitación. El aire condensa las partículas. Las motas se iluminan, una serie de tormentas de energía. El ángulo de incidencia de la luz es directo, es severo, lo que da a las personas que hay en la cama, a nuestros ojos, aspecto de hallarse dentro de un marco especial, una forma intrínseca que es perceptible, al margen de la aglutinación animal de las propiedades y funciones puramente físicas. Es de agradecer, nos absuelve de nuestro secreto conocimiento. Toda la habitación, el motel entero se rinde a ese instante de ablución lumínica. Los espacios y lo que contengan ya no son explicación, ya no significan, ya no sirven de ejemplo, ya no representan nada.
La figura reclinada sobre el codo, por ejemplo, es apenas reconocible como un varón. Despojándose de su capacidad y de sus rasgos a toda velocidad, aún se le podría describir (pero ha de ser muy deprisa) como un ser bien formado, sensible, bello. Nada más sabemos de él.