miércoles, julio 11, 2007

Pensamiento, cuerpo y conciencia. (Descartes y Bergson)


Para escapar del solipsismo y no renunciar de entrada al valor del conocimiento que no se comprueba sino por la experiencia, es decir, que se expresa en los sentidos y sólo se actualiza en ellos; resulta sugestivo empezar este texto afirmando con Bergson que la existencia de la cual estamos más seguros y que mejor conocemos es la propia. No obstante, tal afirmación no tiene un carácter racionalista, no remite al celebre cogito cartesiano (yo que dudo, yo pienso, yo soy, yo soy una cosa que piensa, entonces, pienso luego existo), aunque en cierta medida afirmar que la existencia de la cual estamos más seguros y más conocemos es la propia, es un punto de partida, un presupuesto para emprender cualquier tipo de excursión de conocimiento. Hay una seguridad análoga a la del cogito al reconocer que podemos conocernos mejor a nosotros mismos que a los objetos exteriores. Claro está que nuestro punto de partida no es un punto inmóvil de certeza que afirmaría la clásica oposición entre la mente y el cuerpo o el sujeto y el mundo. Por el contrario, en lugar de afirmar que pensar es sinónimo de existir se afirmara que existir sólo puede ser sinónimo de cambio.

El pensamiento para la filosofía clásica es más que un acto mental de tipo cognoscitivo- intelectual. El pensamiento se refiere a todo contenido mental, es decir, a todo lo que se encuentra en la mente. Pensar abarca todo lo que percibimos inmediatamente por nosotros mismos. Para la filosofía racionalista inaugurada por Descartes entender, querer, imaginar y sentir son la misma cosa que pensar. Sin embargo, contrario a lo que parece a simple vista, aquí la identificación del pensamiento con el sentir no proporciona una imagen dinámica del pensamiento. La existencia acá no es equivalente al cambio sino con lo que está libre de toda duda, es decir, con el pensamiento. El pensamiento tiene la particularidad de resistir a todo embate de la duda, para Descartes. No hay certeza en la existencia del mundo, ni en la existencia de otras mentes distintas a la propia en la duda cartesiana. Sólo hay certeza en aquello que viene acompañado de conciencia, pensar para Descartes es “ser conciente de”, por lo tanto el pensamiento es todo lo que viene acompañado por conciencia. La conciencia para Descartes es, como para la fenomenología del siglo XX, “conciencia de algo”. Al afirmar que pensar es sentir, el racionalismo, está diciendo que para que estén libres de toda duda, la emoción y el sentimiento deben ir acompañados de conciencia.

A partir de Descartes la conciencia se reduce al pensamiento y el pensamiento a la llamada conciencia. En otras palabras, el pensamiento y la conciencia son atributos exclusivos de la mente. Para Descartes como para la llamada filosofía de la mente que se práctica en nuestros días el cuerpo es objeto de duda, la premisa que lanza Descartes y que es adoptada por la ciencia moderna, el positivismo lógico y el racionalismo en general es que si podemos dudar de nuestro cuerpo y no de nuestra mente debemos concluir que no somos cuerpo sino mente.

A pesar de esta condena al cuerpo que pesa sobre la modernidad, el arte, la filosofía y la ciencia han revaluado éste racionalismo que determina el proyecto moderno. El arte, la filosofía y la ciencia han emprendido su crítica la racionalismo en moderno reaccionando a las contradicciones sociales del siglo XIX, escenario de las grandes revoluciones; además exigen revaluar el conocimiento racional a la luz de las grandes depresiones económicas, de las guerras mundiales, del holocausto nazi, de las expresiones perturbadoras del arte moderno, de la bomba atómica, de las consignas de la juventud al poder y del amor libre de los años sesenta, de la polarización del la tierra en dos ejes oriente-occidente, de la guerra fría; a la luz de los excesos del imperialismo norteamericano, de las dictaduras latinoamericanas, de la caída del muro, de la invención del tercer mundo, de la hambruna africana, de la invasión de Irak, etc.

Cuando se afirma, a la luz del fracaso del proyecto racionalista moderno, que la existencia de la cual estamos más seguros y que mejor conocemos es la propia, no se trata de una afirmación del tipo pienso, luego existo, no se trata de limitar la existencia a la medida de la mente, sino de ampliar la existencia propia a la medida del cambio. Nuestra existencia se reparte entre sensaciones, sentimientos y representaciones, ellas no son propiamente expresión de una conciencia, sino que son conciencia por sí mismas. El pensamiento no es la conciencia, ni la conciencia es la mente. La mente no sostiene al pensamiento, es el pensamiento quien sostiene a la mente. La conciencia es un término más amplio que el reconocimiento de un acto de pensamiento en la mente. La mente considera cada uno de nuestros estados internos como sí formaran un bloque. En la mente el cambio no es nada más que el paso de un estado a otro. Por el contrario la conciencia es todo cuanto sentimos, pensamos y queremos, es la zona entera que constituye nuestra existencia. Dicha zona, compuesta por nuestras representaciones y voliciones, no deja de modificarse en todo momento.

A la mente, entendida como conciencia de sí, se le debe hacer un llamado a la modestia, no debe tomársele como el centro y vector de la existencia sino como lo que es: el síntoma de una transformación más profunda y de la actividad de unas fuerzas que no tienen nada que ver con lo racional. La conciencia por el contrario, debe ser de nuestro total interés, pues es el lugar de transformación y de actividad de la fuerza, es la región del yo afectada por el mundo exterior. La conciencia no se define en sus relaciones consigo misma, sino en relación con el exterior, es decir, en términos freudianos, la conciencia se define en la relación de un yo con ello (no conciente). La conciencia es la formación de un cuerpo. El cuerpo es la conciencia y viceversa. Por este motivo afirmamos que todas las cosas son conciencia, no necesariamente conciencia de algo. La conciencia de sí es una ilusión de la mente. Como se define aquí la conciencia es un campo de fuerza, un medio disputado por una pluralidad de fuerzas. La oposición mente y cuerpo debe ser revaluada a la luz de la conciencia en cuanto cuerpo.

A partir de la noción de conciencia en cuanto cuerpo tenemos una nueva imagen del pensamiento. Aquí el pensamiento no se presenta como un simple contenido mental sino como expresión del movimiento de la conciencia. Desde esta perspectiva el pensamiento es conciencia y la conciencia es el pensamiento. La realidad no es independiente del pensamiento del cuerpo y de la conciencia. Al igual que la conciencia está constituida por fuerzas en tensión, el pensamiento y el cuerpo también están constituidos por fuerzas. El pensamiento, el cuerpo y la conciencia mantienen una relación de inmanencia.

La mente, memoria del pensamiento, por el contrario presenta una imagen sesgada de la conciencia. La memoria produce la ilusión de lo permanente. La memoria inserta el pasado en el presente presentándonos una imagen del tiempo. Al avanzar en la ruta del tiempo nuestra percepción se hace memoria. La percepción se fija más fácilmente en la memoria que en el cambio ininterrumpido. Es más cómodo fijarse en la seguridad de la memoria, en el espacio recorrido que en el cambio, es decir, es más soportable la reproducción del movimiento que el movimiento real. La conciencia, lo que la ciencia moderna ha llamado de este modo, es la percepción de los movimientos de la memoria. La percepción que se refugia en la memoria cierra los ojos a la incesante variación. El cambio, no puede ser negado, no obstante la percepción amparada en la conciencia de sí misma da cuenta del cambio obviando su continuidad, supone en el cambio, no la continuidad sino que un estado nuevo se yuxtapone a uno precedente.

La aparente continuidad de la vida psicológica radica en que fijamos nuestra atención en una serie de actos discontinuos donde no hay más que una suave pendiente, en palabras de Bergson. La discontinuidad de nuestra percepción se da porque nos fijamos en los puntos más iluminados de una zona inestable que comprende todo cuanto sentimos, pensamos, queremos, todo en cuanto en última instancia somos en un momento dado. En contradicción a la ciencia moderna y a la conciencia de sí, llamaremos conciencia a la zona entera que en realidad constituye nuestro estado.

Sólo mediante la experiencia directa, mediante el choque del pensamiento con la conciencia, no midiendo la conciencia sino experimentándola se da una apertura a la vida creativa. En el sueño vemos cómo el pensamiento irrumpe directamente en el dominio de la conciencia pura, porque el pensamiento, explica Bergson, se libera de la sucesión del tiempo homogéneo presentado por la memoria. La apreciación matemática del tiempo transcurrido deja de hacerse, cediendo el puesto a un instinto confuso, capaz, como todos los instintos de proceder con una seguridad extraordinaria