martes, mayo 08, 2007

Bajo el Volcán


Cap III pg 70

...Era sin duda la ausencia de la música lo que no obstante hacia parecer tan extraño que los árboles se mecieran conforme a su ritmo, ilusión que envolvía de horror no sólo al jardín , sino también a las llanuras en lontonanza y a toda la escena ante sus ojos: el horror de intolerable realidad.
Esto no debe ser muy distinto, se dijo, de lo que sufre algún loco en aquellos momentos en que, sentado benignamente en lo patios del manicomio, la locura cesa de súbito de ser un refugio y encarna en el cielo que se hace añicos y en todos sus alrededores, en precencia de lo cual, la razón, ya enmudecida, sólo puede bajar la cabeza. ¿Acaso encuentra solaz el loco en tales instantes, cuando sus pensamientos estallan como balas de cañon al través de su cerebro en la exquisita belleza del jardin del manicomio o en las colinas cercanas más allá de la terrible chimenea? Difícilmente pensó el cónsul.

El vagabundo inmóvil-Michel Tounier


Al otro lado del muro: entierro. Acaso yo debería vender crisantemos y coronas de margaritas. O mejor aún, abrir un albergue. Las grandes comilonas que siguen a los funerales no son solamente una tradición rural. Corresponden a un extraño estado de ánimo provocado por un cruel duelo. Se trata de una especie de ebriedad leve, a veces hasta alegre, absolutamente inconfesable, como si la naturaleza nos emborrachara mediante algún benéfico veneno para evitar que suframos demasiado.
Esta especie de anestesia natural actúa sobre mí en otras circunstancias. Si hago cuenta de los amigos y amigas perdidos en x años, hay motivos, ciertamente, para que me sienta abrumado. Y ya no hablo tan sólo de los muertos. A estos no los pierdo de verdad, pues sigo –y para siempre- hablándoles y acunándoles en mi corazón. No, pienso en los que se fueron, en los olvidados, en los que me olvidaron, en los que desaparecieron tragados por los remolinos de la existencia. Y aquí se impone una constatación enteramente personal; excepcional tal vez, pero no es seguro. Nunca, nunca, nunca supe, cuando vi por última vez a esos amigos perdidos, que era la última vez que los veía. Este fenómeno es tan regular, tan totalmente exento de excepciones, que empiezo a creer en un mecanismo automático de mi vida.
La escena de la ruptura y la de los adioses responden a un teatro mediocre y son seguidas fatalmente por reconciliaciones, pues no nos corresponde decidir en lugar del destino. “No volverás a ver a ésta amiga o a éste amigo” parece decirme la vida. Pero, ¿por qué introducir un patetismo inútil a vuestra relación? Sé entonces, por un lado, ciego, sordo y obtuso. Ya tendrás tiempo, más tarde, de darte cuenta que has perdido a alguien. Y olvida incluso el día de vuestro último encuentro, tan completamente que no quede nada en tu mente de esa desaparición, que ninguna cicatriz marque el recuerdo de ese ser.