martes, mayo 08, 2007

El vagabundo inmóvil-Michel Tounier


Al otro lado del muro: entierro. Acaso yo debería vender crisantemos y coronas de margaritas. O mejor aún, abrir un albergue. Las grandes comilonas que siguen a los funerales no son solamente una tradición rural. Corresponden a un extraño estado de ánimo provocado por un cruel duelo. Se trata de una especie de ebriedad leve, a veces hasta alegre, absolutamente inconfesable, como si la naturaleza nos emborrachara mediante algún benéfico veneno para evitar que suframos demasiado.
Esta especie de anestesia natural actúa sobre mí en otras circunstancias. Si hago cuenta de los amigos y amigas perdidos en x años, hay motivos, ciertamente, para que me sienta abrumado. Y ya no hablo tan sólo de los muertos. A estos no los pierdo de verdad, pues sigo –y para siempre- hablándoles y acunándoles en mi corazón. No, pienso en los que se fueron, en los olvidados, en los que me olvidaron, en los que desaparecieron tragados por los remolinos de la existencia. Y aquí se impone una constatación enteramente personal; excepcional tal vez, pero no es seguro. Nunca, nunca, nunca supe, cuando vi por última vez a esos amigos perdidos, que era la última vez que los veía. Este fenómeno es tan regular, tan totalmente exento de excepciones, que empiezo a creer en un mecanismo automático de mi vida.
La escena de la ruptura y la de los adioses responden a un teatro mediocre y son seguidas fatalmente por reconciliaciones, pues no nos corresponde decidir en lugar del destino. “No volverás a ver a ésta amiga o a éste amigo” parece decirme la vida. Pero, ¿por qué introducir un patetismo inútil a vuestra relación? Sé entonces, por un lado, ciego, sordo y obtuso. Ya tendrás tiempo, más tarde, de darte cuenta que has perdido a alguien. Y olvida incluso el día de vuestro último encuentro, tan completamente que no quede nada en tu mente de esa desaparición, que ninguna cicatriz marque el recuerdo de ese ser.

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