miércoles, agosto 29, 2007

SEXUALIDAD Y CULTURA



1. Erotismo y función reproductiva

No es extraño encontrarse aún en nuestros días con aquella creencia propia de las sociedades emergentes que buscan consolidarse, de que el fin de la actividad sexual humana es la reproducción. Detrás de dicha creencia está la necesidad social de instaurar unas prácticas sexuales económicamente útiles, es decir, encaminadas a aumentar la población, a reproducir la fuerza de trabajo, a mantener la forma de las relaciones sociales.

Si bien es cierto, que la sexualidad cumple la función de perpetuar la especie, hay toda una dimensión del comportamiento humano que se expresa en las prácticas sexuales no reproductivas. Ésta dimensión se conoce con el nombre de erotismo. Por erotismo entendemos todo tipo de prácticas sexuales encaminadas hacía una búsqueda psicológica independiente del fin natural dado en la reproducción.

El erotismo es una búsqueda psicológica en la medida en que su práctica permite a determinado individuo proyectar su propia individualidad hacía el exterior y reconocerse en otro, en un objeto de deseo. Dicha proyección lleva al conocimiento de sí a partir de la experiencia en el límite de los sentidos. En el deseo sexual se proyecta todo aquello que circunscribe nuestra identidad como sujetos, por ello se dice que en el deseo sexual proyectamos lo que se escapa a nuestro principio de realidad. A través de la sexualidad es posible acceder a otras realidades, en la medida en que en el acto sexual se accede a otro nivel de conciencia.

Sin embargo, teniendo en cuenta las prescripciones que limitan el ejercicio de la sexualidad, lo que se proyecta a través del deseo rara vez es la expresión de un más allá de la propia identidad, sino la expresión de una prohibición, esto es, la culpa. Es por esto que censurar el erotismo, poner en tela de juicio su práctica en razón de una utilidad, lleva a que la búsqueda de sí mismo a través de la sexualidad se realice desde el ámbito de lo prohibido. Desde está perspectiva se explica que el ejercicio libre de la sexualidad este enmarcado por la sensación de estar realizando un acto ilícito, es decir, por la culpa. En este sentido se dice que en nuestra cultura, el erotismo se opone al ejercicio de la religión, en nuestro caso, a las prácticas cristianas. El erotismo se encuentra entonces con la imposibilidad de ser una forma de conocimiento de sí y del otro, pues dentro de la prohibición cobra más valor la búsqueda del placer que la búsqueda de la verdad.

El erotismo nos acerca a la verdad en la medida en que en el acto sexual nos hacemos uno con el otro, por un momento somos yo y el otro la totalidad. En las prácticas religiosas cristianas sucede lo mismo por medio del sacrificio, de la comunión; por medio de los estados de éxtasis místico, el fiel se hace uno con Dios. Sin embargo, en el cristianismo se llega a estos estados a fuerza de negar la carne, o lo que es lo mismo el cuerpo. No obstante, es bien sabido que el erotismo y lo sagrado no han estado separados siempre, muchas religiones han adoptado prácticas sexuales con el fin de alcanzar el estado divino. Tanto en la experiencia de lo divino como en la experiencia sexual se alcanza el éxtasis, es decir, se es uno con el todo. El mundo cristiano relegó la unión de lo sexual y lo divino al ámbito de lo pagano.

No es coincidencia que las sociedades modernas hayan adoptado la concepción cristiana de la sexualidad para afianzarse en una unidad cultural. Los ideales cristianos de castidad, “el sexto y noveno mandamiento”, son compatibles con el proyecto moderno de una sociedad homogénea y productiva.Hay que tener en cuenta que antes de la prohibición del cristianismo sobre las prácticas eróticas, el límite de la actividad sexual en principio fue el tiempo del trabajo, pues se ha creído que la actividad sexual impide el desarrollo idóneo de determinadas labores.


2. Erotismo, totalidad y fragmentación

Al conferirle a la sexualidad únicamente una función reproductiva se cierra la posibilidad de entrar a la dimensión de conocimiento que tiene el erotismo en la vida humana. El acto sexual nos hace experimentar los límites de nuestra existencia. Esto es así porque, si bien para la sexualidad con fines reproductivos no es fundamental la idea del erotismo; para el erotismo es fundamental la idea de la reproducción en el acto sexual pues es allí donde se hace manifiesto la totalidad y la fragmentación de la vida. Volvamos sobre esta idea:

Se dice que los seres humanos somos discontinuos o fragmentados por las diferencias que hay entre un ser y otro, esto tiene su razón de ser en la vida ctidiana, pero lo que nos hace fragmentados en sencia es que solos enfrentamos dos acontecimientos primordiales: el nacimiento y la muerte. Estos acontecimientos pueden tener interés para los demás pero sólo tiene un interés esencial para quien los vive. Claro está que aunque somos discontinuos, estamos fragmentados, por medio del acto sexual accedemos a la continuidad. Accedemos a la continuidad o totalidad en el erotismo al experimentar el límite de nuestro cuerpo frente al cuerpo del otro. En la comunicación sexual experimentamos al otro más allá de las palabras y los gestos. En el acto sexual el individuo escapa de la individuación, siente que retorna, que vuelve a ser uno con el todo. El acto sexual es, entonces, un movimiento de lo discontinuo a lo continuo. El movimiento de un ser fragmentado movido por la nostalgia de la continuidad perdida, el movimiento de un ser en busca la totalidad. La totalidad es aquí es entendida como aquello que nos vincula al ser de manera general.

En conclusión se puede decir que la búsqueda de la totalidad a través del erotismo no deja de ser una forma violenta de buscarla, sobre todo si las prácticas sexuales están enmarcadas en el ámbito de la prohibición. En nuestra cultura, la religión cristiana, es uno de los principales reguladores de la actividad sexual no reproductiva. Muchas de nuestras creencias respecto a la sexualidad se apoyan en prejuicios religiosos (el celibato, la monogamia, la censura a las prácticas no heterosexuales, la prohibición de métodos anticonceptivos). En el ámbito de la prohibición el erotismo se hace profano. En este sentido el cristianismo se opone al erotismo. El erotismo no es sagrado para la religión cristiana, pues sólo lo divino es la esencia de la continuidad, por ello relega la sexualidad a la función reproductiva.

En el acto sexual que involucra el erotismo los humanos toman conciencia de sus límites. El erotismo pone al individuo al límite, lo hace conciente de su finitud. En el acto sexual los cuerpos fragmentados entran en la totalidad, pues hay un paso de lo continuo a lo discontinuo en el acto sexual. Desde esta perspectiva se puede decir que el acto sexual, en el humano, tiene como punto de partida una búsqueda psicológica independiente del el fin natural dado en la reproducción, ya que en lo que sucede en el acto sexual es que el individuo toma conciencia de sus límites y desea rebasarlos para hacerse uno con la totalidad.

3. Erotismo y religión


En esencia el erotismo y la religión no se oponen. Es la prohibición fundamentada en los intereses socioeconómicos de una clase social emergente lo que hace que el erotismo y lo sagrado se opongan. Para muchas religiones la sexualidad constituye la piedra angular para vincular lo humano y lo divino, por ejemplo para los hindúes el sexo tántrico, la orgía y el kundalini más que una forma de obtener placer, son prácticas para integrar los sentidos a la experiencia de la totalidad.
La cultura que nos circunda es ajena a estas experiencias ya que la ética del trabajo y la religión se apoyan en la castidad entendida como el respeto al cuerpo propio y al de los demás conforme a la voluntad de Dios. En la religión cristiana la castidad equivale a la razón, al sometimiento de las palabras, pensamientos y deseos conforme a la voluntad divina. Dios ha entregado a los cristianos dos preceptos para lograr este fín: “no cometerás actos impuros” y “no consentirás pensamientos y deseos impuros”, el sexto y noveno mandamiento respectivamente. Lo que buscan estos mandamientos es el dominio racional de la sexualidad.
Desde la perspectiva planteada, que vincula el erotismo y lo sagrado, el dominio racional de la sexualidad no es otra cosa que la negación del erotismo y el posicionamiento de la sexualidad en un acto utilitario. La razón de ser del cristianismo es utilitaria en la medida en que su única misión es la transmisión de la vida conforme al plan de Dios. El matrimonio constituye en está lógica el lugar lícito para la realización de las prácticas sexuales con el único fin de la transmisión de la vida humana.
La castidad y la pureza son entonces las virtudes que regulan la sexualidad. La pureza expresa la renuncia total al uso de la sexualidad y la castidad expresa la renuncia a todo uso ilícito de la misma. Lo que buscan estas virtudes es la sumisión de la pasión sexual a la razón humana. Este tipo de sumisión abre un campo donde la prohibición y la negación del erotismo fragmentan al individuo de la vida y de la experiencia de la totalidad.

3. Perspectiva de género




A la mirada de la sexualidad con fines reproductivos, hombres y mujeres cumplen con los roles establecidos dentro de la lógica utilitaria. La familia constituye aquí el escenario en el cual se desarrolla cada individuo, hombre y mujer dentro de su rol. Dentro de la lógica de estos roles, recae sobre la familia la perpetuación de la especie, donde la mujer cumple las labores de crianza y el padre las de proveedor. El desarrollo de la familia marca el curso del desarrollo de la humanidad, pues al interior de la familia se reproducen las prácticas racionales que mantienen a un determinado grupo social como modelo a seguir e instaurar dentro de toda la especie. Cabe decir que las prácticas tanto sociales y económicas que no correspondan a este modelo son excluidas y proscritas tanto por la moral como por las formas jurídicas. Así, la censura pesa sobre toda práctica sexual que sea inútil dentro de la lógica mencionada.
Esta perspectiva que determina al hombre y a la mujer en un rol determinado reprime la libido (energía sexual) del individuo produciendo lo que Freud llamó el malestar en la cultura. Dentro de la lógica utilitaria el hombre reprime la energía sexual femenina y la mujer la masculina. Esta represión conduce a la inarmonía o asimetría en la relaciones entre los sexos. Frente a este problema se han pronunciado pensadores como Jung quien identifica, tras el rostro que el individuo muestra al mundo, sea masculino o femenino, una cara interior de naturaleza opuesta. Jung ha llamado ha esta cara opuesta al rostro que se muestra al mundo ánima cuando expresa el lado femenino de la psiquis del varón; y ánimus a la parte masculina de la psiquis femenina. Esta cara interior se ha desarrollado a causa de la interacción de los sexos durante generaciones y ha servido para facilitar la comprensión del sexo opuesto. Según Jung el ánima y el ánimus es una de las principales causas de la atracción apasionada o del rechazo exaltado.
La cultura occidental tiene vastos antecedentes en relación a menospreciar lo femenino en los hombres y los aspectos masculinos en la mujer. Ya desde la infancia se acostumbra a burlar y cohibir con los apodos de “mariquitas” y “marimachos” a los niños y niñas que exteriorizan características del sexo opuesto. Esto suele conducir a que el rostro exterior adquiera prioridad y se reprima al ánima o al ánimus. Dice Jung que este desequilibrio ocasiona la rebelión de la cara interior que impulsa a comportamientos tanto misóginos (odio a la mujer) como androfóbicos (odio al hombre).
Es importante aclarar que la relación del hombre con el ánima no es una relación de analogía o de semejanza del hombre con la mujer. Tampoco la relación de la mujer con el ánimus tiene este carácter. La relación del hombre o la mujer con la otra cara de su sexo es un devenir-hombre o devenir-mujer. El devenir es un proceso en el que se produce la mujer en el hombre y viceversa. Dicha producción es posible en la medida en que molecularmente la mujer contiene al hombre y el hombre a la mujer. Esta fórmula rompe con la división dual masculino-femenino, en la cual la diferenciación de sexos es producto de la imposición de roles. Desde el proceso de los devenires, realizar una acción específicamente femenina por parte de la mujer implica un devenir-mujer, es decir, producir átomos de feminidad capaces de impregnar un campo social y de contaminar a los hombres, de atraparlos en ese devenir. Este proceso vale lo mismo para el hombre.

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