miércoles, junio 18, 2008

SARDUY EN EL LIBRO NEGRO DE ANDRES CAICEDO



Siguen saliendo a la luz textos del baúl póstumo de Andrés Caicedo, esta vez se trata de una serie de reseñas cortas acerca de los libros que el escritor caleño devoró con el mismo fervor con que vivía y veía películas. El libro está dividido por países habiendo toda una sección dedicada a Cuba. Allí, resulta interesante la reseña de Tres tristes tigres, pues independientemente de no tener un rigor analítico, presenta una singular opinión de aquello que le gustaría haber hecho a Caicedo con el material que presenta Guillermo Cabrera Infante, esto es, “una novela social de personajes y de ambientes” (del tipo ¡Que viva la música!). Sin embargo, Caicedo reconoce en esta serie de “recortes reunidos organizadamente”, una búsqueda en el lenguaje, una búsqueda de algo desconocido fuera de la novela.

Respecto al comentario sobre Guillermo Cabrera Infante de Andrés Caicedo se podría pensar que una de sus preocupaciones, frente a las novela leída, está en encontrar una coherencia entre el contenido y la forma de los textos para lograr una comprensión de la realidad que subyace a ellos, es decir, en la crítica hay un afán de encontrar una unidad de sentido en la novela. No obstante, vale la pena preguntarse qué es aquello que busca Cabrera Infante fuera de la unidad de la novela para darse cuenta en que difiere de lo que busca Caicedo, quien en estás reseñas sobre la novela latinoamericana está recorrido por la cuestión de la identidad, pero sobre todo por obtener una imagen concreta de la realidad que la sustenta. No hay duda que en la caracterización que hace Cabrera Infante de la vida nocturna de La habana durante la dictadura de Batista, en el culto al lenguaje hablado subyace la misma cuestión, sólo que no se resuelve dentro de lo narrado sino en lo ine-narrado, produciendo no una única realidad sino múltiples perspectivas de ella. La preocupación de Caicedo de obtener una imágen concreta de la realidad se reitera en los comentarios sobre la novela de Severo Sarduy "De donde son los cantantes" donde además de criticar la ausencia de personajes definidos, critica “la falta de compromiso por parte del escritor de echarle una ojeada comprometida a la realidad latinoamericana”.

Frente a los juicios de Caicedo sobre la falta de compromiso de estos escritores en develar la identidad que subyace a la realidad, se podría apelar a la inmadurez del crítico si no se entreviera de fondo el valor, la voluntad de un escritor que se abre camino a través de la obra de otros. El afán de Caicedo de encontrar una unidad en la novela podría verse como un intento reaccionario de erigir una realidad dominante que se expresa a través de la coherencia entre el contenido y las formas de la escritura. Pero nada más alejado de esto, basta echar una ojeada a los comentarios que hace a propósito de la obra de Leopoldo Maecha: Adan Buenosayres, donde resalta el afán poético del autor para poner en tela de juicio una realidad preconcebida; al igual que cuando habla de la obra de José Agustín: De perfil donde exalta el modo en que se desmenuza la realidad dominante para ponerla en cuestión.

Frente al comentario de Caicedo sobre Sarduy, podría decirse que no se equivoca al señalar en su obra un rechazo a definir la realidad latinoamericana, pero hay que agregar que este rechazo responde al deseo de revaluar el concepto mismo de identidad latinoaméricana: concepto que responde a la representación venida del viejo mundo que concibe a Latinoamérica bajo el rótulo de lo exótico, de lo real maravilloso… En Sarduy la expresión de la identidad no está comprometida con la realidad, para él (como para Caicedo), el ser latinoamericano ya está definido por una mirada impuesta desde afuera bajo el rótulo de lo exótico. Por ello, en la obra de Sarduy, la resistencia a presentar la novela como una unidad, responde a un alejamiento a los estereotipos erigidos a partir de la idea preconcebida de la realidad Latinoamérica. Al contrario, lo que se ve en la obra de Sarduy es una de-construcción de la realidad, poniendo en cuestión las falsas unidades y resaltando las fusiones, las mezclas que se encuentran tras toda idea que se presenta como inmaculada. Por otra parte, la deliberada ambigüedad de sus personajes, la ausencia de personajes bien delineados, busca evitar que sean definidos desde un estereotipo.

Compensa la ausencia de personajes bien delineados en la obra de Sarduy la introducción de múltiples voces que aunque rompen la unidad de la obra, abren la posibilidad de ampliar el conocimiento estético e introducir elementos desconocidos que enriquecen y actualizan las visiones de la realidad o del mundo. La idea es sacar al texto de la concepción de sistema de información y comunicación para convertirlo en un espacio de representación en el que tiene lugar una suerte de danza de las palabras que rompen con cualquier ilusión de referencialidad. La finalidad de Sarduy en este sentido se puede equiparar a la de Cabrera Infante de abrir un espacio a lo nuevo dentro del lenguaje, tarea poco ajena a Caicedo quien encontró en otras literaturas, especialmente en la norteamericana (Poe, Lovecraft, Bloch, West), esta posibilidad bajo la forma de lo sobrenatural.

A fin de cuentas, no hay entre Caicedo y Sarduy una diferencia en lo que respecta al problema de definir una realidad latinoamericana, a pesar de que el primero en sus apuntes de adolescencia acuse la novela de Sarduy de fatua al malograr la relación entre los recursos literarios respecto a una idea concreta de la realidad; es más hay un elemento común a ambos escritores, al revelar la diversidad que subyace bajo toda realidad unificada, a saber, el travestismo. ¿No es acaso Maria del Carmen Huerta, la protagonista de ¡Qué viva la música! la voz que refleja la experiencia más personal de Andrés Caicedo, una experiencia singular a partir de la música, a partir del rock y de la salsa? En este ejercicio de adoptar una doble identidad se propone una constante reinvención que se debate siempre con un afuera que aunque desconocido es susceptible de ser descubierto.



Resulta pertinente presentar en este punto un corto texto de Severo Sarduy donde él mismo pone en cuestión su propia identidad para transfigurar la realidad dominante y reinventarla:


LADY S.S.

Severo Sarduy, según sus propias declaraciones – nunca se encontró su acta de nacimiento, a pesar de la persistente investigación a que se entregaron sus estudiosos en las sacristías de su ciudad natal- nació en Camagüey, cuba el 25 de febrero de 1937. Su nombre de bautismo, parece ser fue Eleonora, aunque para los suyos fue Nora, y luego para Gustavo Guerrero, Juana Pérez. Para ella misma, fue sucesivamente María Antonieta Pons, Blanquita Amaro, Rosa Carmina, Tongolele O Nipón Sevilla, según fueron cambiando sus preferencias cinematográficas o rumberas.
De su infancia se sabe muy poco, fuera de lo que cuenta en su autobiografía: una penosa letanía de anécdotas banales y de terribles injusticias en un contexto de pobreza y de discriminación racial característica de las pequeñas ciudades de la provincia insular. En este testimonio, sin duda apócrifo, se presenta como una Justicia moderna, cuya virtud ultrajada no podía sino convertirlo en un ser desamparado, frustrado para siempre y por definición.
A decir, verdad, en su alegato contra la sociedad de consumo, hay detalles que sólo se repitieron unos años más tarde, en ese documento, orgullo de nuestras letras y modelo de sintaxis que es El derecho a nacer: un padre que abandona el hogar, una madre embarazada y soltera que se pierde, por ello, su puesto de sirvienta; malos tratos, tareas más que humildes, violaciones, y finalmente, la casa de corrección, esa perífrasis con que se designaba la cárcel de menores o el atenuado manicomio que padeció. En unas palabras, todos “los ingredientes de la tragedia humana”, para decirlo con una frase típica de Jacques Lacan…
En pago por los mandados y limpiezas que hacía para la patrona de una equitable casa de citas del vecindario, frecuentada por el obispo y la policía local, la casa de Raquel Vega –lástima que en tanto orden quedaran tantas colillas por el suelo y una luz que nadie apaga; se ve como ganaban de fácil el dinero…-, la madame la autorizaba a que pasara algunos discos en el fonógrafo que decoraba el baile del salón. Allí conoció a sus grandes ídolos: Daniel Santos, Lucho Gatica, y sobre todo Mirta Silva, la Gorda de Oro, de la que admiraba, sobre el repertorio y las letras tan bien escritas por los mayores poetas, el “inmenso volumen sonora y el feeling particular”.
Fuera de todas las especulaciones a que puede dar lugar una biografía con orígenes tan oscuros, hay algo seguro si Severo Sarduy llegó a ser cantante fue por casualidad, o porque, para citar a Claude Lévi-Strauss, “todo está escrito en el destino y el ser humano no puede más que leer”, en el sentido, claro está, que da a esa palabra el célebre grafólogo francés.
Todo sucedió en la Habana, cuando fue a encontrar a su madre, que entonces residía en esa megalópolis cubana. Acababa de abandonar el presidio de la Isla de Pinos, donde había pasado cuatro meses por posesión ilícita de mariguana y un agravante de prostitución. Tenían que pagar el cuarto –aunque nimio escrupuloso- que arrendaban en un prestigioso solar de Guanabacoa. Una noche, pasando por Marte y Belona, dio con un cartelito discreto que, con implacable ortografía, reclamaba bailarinas y meseras para el encumbrado local.
Aquel familiar speakeasy era particularmente célebre por los pianistas que lo amenizaban tarde en la noche y hasta el crepúsculo del alba. El más popular de ellos era Chapotín, que encantaba a los danzantes con un estilo estridente y que, con su sombrero de gala, el “bombín”, su pajarita negra a toda hora y su tabaco en la boca, conversaba con los clientes sin dejar de tocar esos arpegios que, para fortuna de musicólogos y rumberos, La Voix de son Maître tuvo el tino de captar.
Antes de terminar el primer ensayo, el propietario se levantó y con un gesto, aunque drástico versallesco, le dijo al joven candidato que era inútil que siguieran perdiendo tiempo ya que no tenia ni las menores dotes para el baile y no daba ni siquiera un paso que no estuviera al revés.
El pianista se apiadó. Le preguntó, al verla humillada, postergada, fânée, descangayada, soslayada y llamada a desaparecer si sabía cantar.
Ella respondió que conocía sólo de memoria una canción: “un chorizo na má queda, bombo camará”. La entonó, logrando notas de una exquisita coloratura, arabescos vocales y un vibrato que no se escuchaba desde la Malibrán.
Esa noche llegó, y para siempre, al cenit lírico y vocal.
O, como escribió años más tarde el Bárbaro del ritmo: “Esa noche, el significante fonético / nómada tuvo su primera y/o última anagnóresis con la criolla epistemé”.
Pero volvamos a Severo. Por entonces, ganaba diez y ocho pesos por semana, más las pródigas propinas que la ya naciente clase de sacarócratas comprometidos- dril cien, sombrero panamá, diamante en el meñique y tabacón- le deslizaba en el atrevido escote o bajo la liga de las medias, cuando iba canturreteando de mesa en mesa después del séptimo daiquiri. Pero ese modo de capturar la clientela masculina, cada vez más numerosa, le resulta humillante. Decide terminar de una vez y adopta esa actitud que los otros juzgarán de arrogante y que le valdrá el apodo de la Duquesa o de Lady S.S.
Graba su primer disco. Entra en un periodo fasto, ya que después de las carestías del machadato, el país disfruta de una danza de millones tan inverosímil que los cabarets; los hay en cada esquina. Tropicana deslumbra al mundo entero y los traganiqueles hacen escuchar los primeros discos por una pieza de un medio. Se convierte, de la noche a la mañana en la gran rival de Rita Montaner. Hollywood la reclama. Viaja a California para participar en el cortometraje de la Paramount Symphony in black donde interpreta uno de los raros blues de su carrera.
Prefiero no consignar el resto de su vida…
Que es largo y tendido.
Y que luego tornaré a contaros.

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